Los cientos de curvas que separan Paraty de Río de Janeiro son, en realidad, una máquina del tiempo. Tras cuatro horas de paciente conducción, una gran urbe moderna con más de diez millones de habitantes da paso a un pueblecito de calles empedradas y casitas inmaculadamente blancas, sus sonidos únicamente pasos y voces.
Paraty es una vieja colonia portuguesa fundada en la década de 1530. De aquella antigua época, en la que el oro, la caña de azúcar, el puerto y los esclavos marcaban el día a día del pueblo, queda apenas un damero de seis por seis calles que ha logrado detener el transcurso del tiempo. Una cuadrícula que, en la zona más cercana al mar, se inunda con la subida de la marea para asearse. Un cruce de calles tan irregulares que casi resulta difícil caminar, flanqueado por casas de planta baja o un piso en las que contrastan el deslumbrante blanco y los vivos colores que enmarcan puertas y ventanas.
Paraty es minúsculo. No hay mucho que hacer en el pueblo más que dejar pasar el tiempo caminando sin rumbo una y otra vez por esas callejuelas, cruzar el río hasta la playa, descansar en alguno de los bien acondicionados hoteles del casco histórico - apenas cuatro o cinco: nosotros estuvimos en la
Pousada do Sandi, muy recomendable - o picar algo al aire libre aprovechando el clima benigno. Paraty es un lugar para desconectar del siglo XXI.
En realidad sí hay algo muy interesante que hacer en Paraty: navegar por su bahía rodeada de bosques tropicales, sorteando pequeñas islas y bañándose en playas casi desiertas. Pero eso queda para el
siguiente post. Mientras tanto, algunas fotos adicionales para admirar este destino todavía - no sé por cuánto tiempo - fuera de los grandes circuitos turísticos.
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