El equilibrio sin estridencias de Tegui (Buenos Aires)


Pese a que es uno de los fijos en la lista más mediática de la gastronomía latinoamericana, hay algo en Tegui que trata de sumirnos en un ambiente de clandestinidad. Desde esa puerta negra casi invisible entre las paredes pintadas del viejo Palermo hasta el ruego de guardar los teléfonos para conservar recuerdos, no fotos. La luz que - desde el extremo opuesto a la cava de vinos - proviene de la cocina abierta es el único contrapunto al tenue ambiente de una sala que invita a disfrutar de la cena entre susurros.

Tocar ese timbre casi escondido, franquear la puerta negra, es un viaje a las antípodas, de la antigua calle empedrada a la elegante atmósfera de Tegui. Es, también, el inicio de una experiencia milimetrada que comienza con una copa de espumante junto a la cava. Y que se presenta, al llegar a la mesa, con una tarjeta que anuncia el ingrediente principal de cada uno de los ocho salados y dos postres que componen el menú degustación, única alternativa ofrecida.

La propuesta de Tegui es un recorrido por la despensa argentina, tan inmensa y variada como lo es el país. Verduras, hongos, tubérculos, frutas, legumbres, pescados y - especialmente - carnes se someten sin miedo a la creatividad de Germán Martitegui. Juntos, cocinero y productos, desmienten categóricamente que la cocina argentina tenga que vivir subordinada a la peruana o la mexicana, estrellas del continente.


El otoño va tocando a su fin, y eso se nota en el menú. Abren unos hongos de pino con puré de piñones y un delicioso caldo del propio hongo. Más adelante, esta vez es su jugo, igualmente pleno de sabor, el que acompaña a los tortellini de castaña. ¿Es o no otoño? ¿Estamos o no en el bosque?

Si los hongos otorgan estructura a los platos otoñales, las frutas aportan su contrapunto ácido a dos ingredientes casi antagónicos: la sorprendente pero impecable ostra a la parrilla, con emulsión de agua de mar y frutillas verdes; y las finísimas mollejas, con un punto picante, matizadas por una salsa de verdeo y manzanas verdes.

No les van a la zaga los tubérculos. Como el polvo de chuño que corona un magnífico crudo de ñandú servido sobre crocante de amaranto. O los chips de topinambur, lo más destacado del plato menos trascendente de la noche, el cabrito servido con hinojo y una reducción de Fernet.

Dejo para el final dos de las estrellas de la velada. Un fantástico salmonete (trilla en Argentina) confitado en aceite de oliva, con caldo de jamón y porotos blancos. Y una perdiz en dos cocciones, tierna, jugosa, sabrosa, con crocante de choclo (maíz) y merengue de comino. Hay sensibilidad y respeto, mucho, por el producto.

Variedad, sabor, sonoridad, combinaciones en ocasiones sorprendentes pero a la postre equilibradas. También en los dulces. El membrillo con el helado de miel y limón y la infusión de arca yuyo, el té criollo. Y el falso chocolate, no por ello menos sabroso: la algarroba en varias texturas.

Mención aparte merecen los vinos. El maridaje disponible rompe con el mito que, desde la distancia, asocia a Argentina únicamente con el malbec mendocino y la maldición del best value que comparte con Chile. Llega un Sauvignon Blanc de Mar del Plata, Atlántico Sur herbáceo y salino. Un Pinot Noir aún más sureño, ya en la Patagonia. Un untuoso Chardonnay de altura, en las laderas andinas de Mendoza; sí, un gran blanco de Mendoza. Y así hasta media docena de botellas, media docena de razones para no quedarse en el estereotipo.

En fin, uno de los mejores restaurantes que me he cruzado por mis andanzas sudamericanas, hasta la fecha el más destacado de Buenos Aires. Cocina de sabor, equilibrio sin estridencias, que permite (re)descubrir la ignorada variedad del producto Argentino, vinos incluidos.

[Tegui / Costa Rica 5852 - Palermo, Buenos Aires]

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