El Cerro
Una vez arriba, fotografían la infinita masa de edificios que se extiende hacia el sur, matizada por esa maldición gris que cubre la ciudad. Con seguridad sucumben al insoportable dulzor del mote con huesillos que pervierte - turismo es turismo - el delicioso postre tradicional. Cuentan escaleras hasta que llegan al pie de la Virgen y, una vez más, retratan la abigarrada cuadrícula urbana. Quizás se sientan un rato a contemplar la vista entre el mar de gente. Es posible que caiga el sol tiñendo el cielo de rojo, si han elegido bien la hora.
Y, por fin, obedecida disciplinadamente la guía de viajes, toman de regreso el funicular hacia el bullicio de Bellavista, cometiendo un error del que puede que nunca lleguen a ser conscientes.
Porque la magia del Cerro San Cristóbal se sitúa más al oriente, enfrentando la majestuosidad de la Cordillera. Hay que caminar veinte minutos largos desde el funicular, en un suave descenso entre el gentío y la arboleda. O animarse a trepar desde la entrada de Pedro de Valdivia. No, ahora que han reabierto el teleférico, mejor tomémoslo hasta la estación superior, sobrevolando la ciudad.
Los fines de semana, muchos santiaguinos nos subimos a la bicicleta desde la Pirámide para recorrer el Cerro y disfrutar del regalo de sus vistas. A veces, pocas, si ha llovido fuerte, el agua da buena cuenta del smog y limpia la vista hacia los Andes. En invierno, o incluso avanzado el otoño, la nieve decora las cumbres de la Sierra de San Ramón y de la propia Cordillera. Y, entonces, el espectáculo es maravilloso.
Lo decía Neruda:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída el cóndor o la nieve parecían inmóviles
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