Ayer, 15 de abril,
Pebre celebraba la séptima edición del
Día de la Cocina Chilena en Santa Olga, pequeña localidad golpeadísima por
los incendios que asolaron el centro-sur del país este verano. De paso, se rindió homenaje a
Pablo de Rokha, maulino autor de la "Epopeya de las comidas y bebidas de Chile".
En el manifiesto de
Pebre, el décimo y último punto dice así (para entenderlo en su completitud, hay que tener en cuenta que el séptimo proclama que la gastronomía chilena es hermana de sus vinos, cervezas y destilados y de las comunidades que los producen):
Nos comprometemos a trabajar incansablemente por lograr que los chilenos y chilenas valoren, cocinen con amor y gocen nuestra comida.
En estrecha relación con lo anterior, esta misma semana caían en mis manos dos artículos de lo más interesante. Precisamente ayer, encontré la
reflexión de obligada lectura que
Luis Gutiérrez - el español que cubre Chile para Robert Parker - escribía a raíz de los citados incendios forestales. Narra la desigual batalla entre la salvaje sobreexplotación de buena parte del territorio chileno por parte de la industria maderera - para más inri, subsidiada desde el Estado - y los pequeños productores agrícolas; entre la búsqueda de beneficios sin el más mínimo interés por la sostenibilidad y la conservación de una tradición histórica (y, lo que es más importante, de sus gentes).
La víspera, el suplemento
Wikén de El Mercurio, publicaba un reportaje en el que otro español - ni más ni menos que
Josep Roca - describe los cinco vinos que ha elegido para una cata en Santiago. Y tres de ellos pertenecen a pequeños productores al margen de la unifome (no me he olvidado la "r":
los chilenos me entenderán) gran industria vinícola.
Renán Cancino desde el Maule, protagonista del artículo de Luis Gutiérrez;
Roberto Henríquez, más al sur, en el Biobío; y
Patricio Flaño en las alturas (más de 2.000 metros) del Valle del Elqui, al norte (con el importante apoyo de Marcelo Retamal, no en vano enólogo de una de las "grandes" -
de Martino - que obtiene representación en el quinteto).
Unas semanas atrás, la misma Wikén nos contaba las nuevas aperturas para la temporada de restaurantes en Santiago. Llegadas muy celebradas, como la de
Maido,
el mejor restaurante que he probado en Sudamérica. Más peruanos, de la mano de Gastón Acurio o del traslado del Osaka, precisamente para dejarle lugar a Maido; o el famosísimo Café San Juan argentino. ¿Y las cocinas chilenas? Apenas mención al nuevo local de
Ambrosía y una pequeña nota dedicada a una apertura que sí puede ser transformadora:
La Calma, de
Gabriel Layera. ¿No interesan? ¿No las hay?
Y aquí es donde cobra tanta importancia el décimo punto del manifiesto de Pebre. Queda mucho, me temo, para que los chilenos valoren su propia gastronomía. Para que desarrollen curiosidad con el vino más allá de las grandes bodegas y descubran las fantásticas cosas que hacen los
MOVI y los
Chanchos Deslenguados. Para que restaurantes como
D.O. no tengan que cerrar y otros como
Fuente Las Cabras puedan seguir siendo un éxito. Para que la audacia de los jóvenes - chilenos como
Kurt Schmidt y su 99 o adoptados, como el español
Sergio Barroso y su 040 - ayuden a modernizar esas cocinas de siempre.
Lamentablemente, por papanatismo, tiene que venir gente de fuera como Luis Gutiérrez y Josep Roca para hacernos ver lo que tenemos. Pero bien empleado estará si terminamos haciéndoles caso y abrimos los ojos. Porque las gentes del campo maulino y los pescadores artesanales de las costas de El Quisco bien se lo merecen.
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