Unos días en Aysén (ii): el glaciar San Rafael
Faltan unos minutos para las nueve de la mañana. Llevamos casi tres horas pegando saltos con la furgoneta por las pistas de ripio. De repente, tras una curva a la derecha, el camino termina abruptamente ante la incipiente estructura de lo que algún día será un puente. Delante, las grises aguas del río Exploradores. Es el inicio de un día tan agotador como reconfortante en busca de la belleza cobalto del Glaciar San Rafael (Ubicación).
Las zodiacs luchan contra la fuerte corriente para cruzarnos del otro lado del río. Junto a la orilla, esperan microbuses que pasarían desapercibidos en La Habana. Casi otra media hora hasta llegar al embarcadero. Nos ponemos los chalecos salvavidas y montamos en pequeñas lanchas con capacidad para ocho o diez personas. Nosotros vamos con los pantagrueliños y ocupamos botes con espacio cubierto; los vecinos van a la intemperie, provistos de trajes especiales para el frío y el viento, que sopla bien fuerte.
Iniciamos las dos horas y media de navegación atravesando los bajíos del río Exploradores, durante los cuales la pericia del capitán no es un tema menor, como comprobamos al tener que remolcar a un bote que queda atrapado en el fondo de arena. Salimos a los fiordos, a los grandes canales rodeados de murallas de roca plagados de bosques que desafían la gravedad. En el Golfo Elefantes flotan los primeros bloques de hielo, todavía pequeños, que llegan arrastrados por la corriente. El Río Témpanos hace honor a su nombre y nos lleva hasta la Laguna San Rafael: allá, al fondo, incluso tan lejano el glaciar impone con su presencia.
Atravesar la laguna es rodear grandes témpanos de caprichosas formas que muestran todos los azules imaginables. Contemplar y ser contemplados por las focas leopardo, perezosas a la deriva sobre el hielo. Es llegar al embarcadero y descender a tierra, para reponer fuerzas cerca de los restos de lo que en su día fuera un hotel de lujo. Volver a embarcar para el momento de la verdad: acercarse a solo unos pocos metros del frente del glaciar.
Cuando el bote ralentiza los motores, se hace un silencio de admiración. Todos nos sentimos ínfimos, minúsculos, irrelevantes ante tanta grandiosidad. Miramos sin hablar. Simplemente nos dejamos fascinar. Pasa el tiempo y, de repente, un atronador crujido anuncia que el glaciar se resquebraja: una mole de hielo azul se desploma sobre el agua; muy despacio, como a cámara lenta, la parte bajo el agua – inmensa – va emergiendo al tiempo que forma una gran ola. Son segundos que parecen minutos. Hasta los guías se sorprenden del tamaño del desprendimiento. Los pájaros lo celebran, ruidosos, alrededor.
Al iniciar la retirada, emprendiendo la navegación de regreso, reina de nuevo el silencio. Nadie habla. Sin duda por el cansancio de la jornada. Sin duda, porque reflexionamos, sabiendo que acabamos de contemplar algo extraordinario…
Las zodiacs luchan contra la fuerte corriente para cruzarnos del otro lado del río. Junto a la orilla, esperan microbuses que pasarían desapercibidos en La Habana. Casi otra media hora hasta llegar al embarcadero. Nos ponemos los chalecos salvavidas y montamos en pequeñas lanchas con capacidad para ocho o diez personas. Nosotros vamos con los pantagrueliños y ocupamos botes con espacio cubierto; los vecinos van a la intemperie, provistos de trajes especiales para el frío y el viento, que sopla bien fuerte.
Iniciamos las dos horas y media de navegación atravesando los bajíos del río Exploradores, durante los cuales la pericia del capitán no es un tema menor, como comprobamos al tener que remolcar a un bote que queda atrapado en el fondo de arena. Salimos a los fiordos, a los grandes canales rodeados de murallas de roca plagados de bosques que desafían la gravedad. En el Golfo Elefantes flotan los primeros bloques de hielo, todavía pequeños, que llegan arrastrados por la corriente. El Río Témpanos hace honor a su nombre y nos lleva hasta la Laguna San Rafael: allá, al fondo, incluso tan lejano el glaciar impone con su presencia.
Atravesar la laguna es rodear grandes témpanos de caprichosas formas que muestran todos los azules imaginables. Contemplar y ser contemplados por las focas leopardo, perezosas a la deriva sobre el hielo. Es llegar al embarcadero y descender a tierra, para reponer fuerzas cerca de los restos de lo que en su día fuera un hotel de lujo. Volver a embarcar para el momento de la verdad: acercarse a solo unos pocos metros del frente del glaciar.
Cuando el bote ralentiza los motores, se hace un silencio de admiración. Todos nos sentimos ínfimos, minúsculos, irrelevantes ante tanta grandiosidad. Miramos sin hablar. Simplemente nos dejamos fascinar. Pasa el tiempo y, de repente, un atronador crujido anuncia que el glaciar se resquebraja: una mole de hielo azul se desploma sobre el agua; muy despacio, como a cámara lenta, la parte bajo el agua – inmensa – va emergiendo al tiempo que forma una gran ola. Son segundos que parecen minutos. Hasta los guías se sorprenden del tamaño del desprendimiento. Los pájaros lo celebran, ruidosos, alrededor.
Al iniciar la retirada, emprendiendo la navegación de regreso, reina de nuevo el silencio. Nadie habla. Sin duda por el cansancio de la jornada. Sin duda, porque reflexionamos, sabiendo que acabamos de contemplar algo extraordinario…
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