Explorando las mesas porteñas
Empecemos el recorrido por el maravilloso barrio de San Telmo. Allí se encuentra – tranquilo, casi disimulado – El Baqueano (Chile, 495) de Fernando Rivarola. En un ambiente tenue, íntimo, se ofrece un menú degustación con propuestas de autor basadas, principalmente, en las diferentes carnes autóctonas del país, bien acompañadas por una completa oferta de vinos, desde blancos de la Patagonia hasta sólidos tintos de Mendoza.
Del menú de ocho tiempos – por unos convenientísimos 35 euros o 25.000 pesos chilenos por persona al cambio de la calle, vino incluido – sobresalía un espectacular carpaccio de llama y el tan intenso como equilibrado ciervo colorado, huevo a 63 grados, risotto de motte y pasta: glorioso. No eran desdeñables el maíz en sus diferentes texturas con falso foie gras ni el salmón blanco con verduras y sopa de queso. Formidable también el postre que explotaba al máximo las posibilidades de la manzana: texturas, temperaturas, presentaciones.
La noche siguiente fue el turno de Palermo Soho. Unas cuadras más arriba de su bullicioso epicentro, la plaza Serrano, se ubica el bistró que comanda Rodrigo Castilla, todo el servicio atento al discurrir de los acontecimientos en la sala. Las Pizarras (Thames, 2296) recibe su nombre de las incontables ídem que cubren las paredes del pequeño – concurrido, repleto: pero a la manera de los viejos lugares, en los que la saturación armoniza con el ambiente – local de techos altos exponiendo lo que el mercado tiene que ofrecer ese día.
Rodrigo aplica su toque personal, sin sofisticaciones innecesarias, buscando potenciar un producto de gran calidad. Así, llega como entrante un fresco y sabroso tartar de caballa; sigue un calamar a la plancha, en su punto preciso, de los que recuerda a mi tierra gallega por la tersura de su carne; y rematamos con unos excelentes lomitos de pato, con huevo frito y verduras. Con los postres y el vino, poco más de veinte euros por persona. El ambiente y todo lo demás que decían las pizarras estuvieron a punto de hacernos volver.
Pero había que probar más lugares. El almuerzo nos condujo de nuevo a San Telmo, al mediático Café San Juan (San Juan, 450). También cocina a la vista, también atestado espacio reducido y pequeñas mesas bien cercanas, también cocina de producto, también pizarras con la oferta del día: esta vez se posan en la mesa para que los cantos de sirena se sientan bien cercanos.
Partimos con unos sorprendentes pero acertados boquerones en escabeche con chorizo colorado, seguidos de las tostas de salmón con eneldo e hinojo: contundentes platos fríos ante el calor que cae fuera a plomo. Como principales, una exuberante perdiz con panceta y verduras y unos suaves y cremosos canelones de mollejas. Con bebida, postres y cafés, unos 25 euros para un lugar que bien merece la pena visitar.
Pero por mucho que a uno le guste deleitarse con el arte de los cocineros, la visita a Buenos Aires necesariamente debe incluir sus dos básicos: la pizza y la parrilla. Y para ambos recurrimos a los clásicos. Muy cerca de la Plaza Lavalle, El Cuartito (Talcahuano, 937) lleva casi un siglo sirviendo pizza, dicen que la mejor de la ciudad: si no lo es, le tiene que andar muy cerca.
El Cuartito es pura esencia. La luz fluorescente inunda de blanco un salón abarrotado de gente, de ruido. En las paredes, un auténtico museo de posters, fotos y banderines: desde Maradona hasta Kempes, desde Gardel hasta Marilyn, desde Boca hasta Ferrocarril Oeste. Sobre las mesas de madera, pizzas de media masa – esponjosa – rebosantes de mozzarella. La de más renombre es la Fugazzetta, prestigio ganado; la Napolitana, con las rodajas de tomate coronadas con perejil y ajo. Heladas, acompañan las botellas de litro de Quilmes. Imperdible.
No sé qué será más serio para un porteño: si la pizza o la parrilla. Por si acaso, en este terreno también nos fuimos a lo más renombrado. De nuevo en Palermo Soho, un almuerzo en la vereda de La Cabrera (Cabrera, 5099) durante un caluroso mediodía de domingo. Y los clásicos fueron circulando por la mesa: la provoleta derritiéndose, el chorizo criollo de rueda y, cómo no, el bife de chorizo. En la compañía, una botella de Malbec mendocino y una pléyade de guarniciones en cazuelitas individuales: papas asadas, cebollitas, tomate, maíz, calabaza, champiñones. Y de postre, panqueque con dulce de leche. ¿Quién necesita sofisticación si hay a mano una buena parrilla?
Muchos sitios quedaron por probar, por descubrir, por conocer. Una excusa como cualquier otra para volver a Buenos Aires…
(Perdonad el popurrí de fotos, pero no llevaba la cámara para las cenas. Las "emparejadas" son las que iba publicando en Instagram en cada restaurante: sorry por la calidad, que desmerece los platos. Las de los interiores de La Cabrera y El Baqueano son de las respectivas webs. Las restantes sí son con la cámara)
De mi visita a Argentina me quedaron claras dos cosas. Una que la pizza no tiene nada que ver con la italiana (entendí por qué las pizzas del Cambalache son como son) y no me convencieron demasiado la verdad, sobre todo la masa y el queso incluso en los sitios "must go".
ResponderEliminarLa otra que para mi gusto cocinan demasiado la carne. Cenando en el supuesto mejor sitio de carne de San Carlos de Bariloche había pedido un bife de chorizo poco hecho y mi amiga argentina les explicó cómo tenía que ser. Pues para su gusto venía poco hecho y para el mío era un "al punto" pasado. La escena se repetiría tantas veces que terminé por rendirme. Lo curioso es que si la prueban menos hecha les gusta aunque nunca la hayan probado así. Es una pena porque la calidad de la carne es extraordinaria.
Para mí una gran decepción.